El club de los emperadores es una
película sobre educación, pero con un enfoque un poco distinto que la hace interesante y
bien lograda. Si bien cuenta con el cliché propio de las películas de este
género, el buen profesor que logra cautivar la atención de los alumnos y genera
en ellos una pasión por la ciencia que enseña, El club de los emperadores logra
ir más allá involucrando a los alumnos
de un modo distinto en el guión: planteando un dilema ético en torno a la honestidad.
El concurso más importante de St.
Benedict, que se celebra cada año con gran pompa y majestuosidad, es sobre los
emperadores romanos –de ahí el nombre de la película-. En esta ocasión uno de
los tres finalistas es el joven Bell, el cual ha llegado a la contienda con un
poco de ayuda por parte del profesor, el Sr. Hundert, dado el esfuerzo
demostrado por su parte para participar en el concurso. Este esfuerzo y la
ayuda del profesor lo llevan a la ronda final del concurso, pero es acá cuando
comienzan los problemas: el Sr. Hundert descubre que el joven Bell hace trampa.
Sin el apoyo de las directivas del Colegio –teniendo en cuenta que su papá es
senador y gran benefactor de la institución- el Sr. Hundert decide cambiar la
pregunta final, sabiendo que el Sr. Bell no tiene la respuesta, motivo por el
cual pierde el concurso. El Sr. Hundert decide entonces no ponerlo en evidencia
y una vez finalizado el concurso el joven Bell le reconoce al profesor, en
privado, que ha hecho trampa. El Sr. Hundert ha actuado con un gran sentido
pedagógico, esperando que la lección haya sido aprendida por parte del Sr.
Bell.
La película nos lleva 25 años
después. Los adolescentes del pasado, hoy son todos unos grandes profesionales.
Bell quiere una “revancha” del concurso perdido en el pasado. En una gran
mansión se reúnen todos los compañeros de la promoción, además de contar con la
presencia del Sr. Hundert como moderador y juez del concurso.
Uno de los fines de la educación
es, además de transmitir el conocimiento propio del área que se enseña, formar
la persona que se educa. Y en esa formación de la persona que se educa poder
ayudar a crecer a las personas en las virtudes propias del ser humano, de
acuerdo con el carácter o la personalidad de cada uno. Puede que el Sr. Hundert
sea un gran pedagogo de la civilización occidental y greco-romana, pero sabe
que su labor va más allá de la trasmisión de este conocimiento, su labor es
también formar en virtudes a sus alumnos. En un ambiente donde es fácil caer en
una postura maquiavélica en la que el fin justifica los medios; el reconocer
los errores, la integridad, los reconocimientos, las enseñanzas y el sentido de
la labor pedagógica terminan cobrando sentido. Vale la pena no descansar en la
lucha por formar con integridad a las personas.
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